miércoles, 31 de agosto de 2011

En el tercer banco a un paso del mar

Todas las tardes. Una después de otra. Se sientan los dos. En silencio. Se cogen de las manos. En silencio. Se miran a los ojos y sonríen. Saben que han pasado muchos años desde aquella primera tarde en la que mirarse a los ojos fue tan difícil. Desde esa primera tarde en la que dos jóvenes compartieron algo más que unas miradas. Saben que no van a pasar mucho más juntos, y que no se arrepienten de nada de su pasado. Media vida han pasado cuidándose, sobrepasando problemas, creando problemas y queriéndose más cada día. Hoy sienten que se quieren más que nada. Y que ya no se pueden querer más de lo que ya lo hacen. 

Como todos los días, él la arrastró al puerto. Costeando, a duras penas, escalones y subiendo empinadas cuestas. Despacio, sin prisas. Cuando llegaron la arrastró, como siempre hacía, hasta el tercer banco del largo paseo. Paseo por el que cada día cruzaban familias enteras, parejas jóvenes, como la que un día ellos formaron, niños subidos en sus caras y sofisticadas bicicletas, mujeres y hombres con prisa hablando con esos “móviles”  tan modernos, mujeres y hombres corriendo sudorosos aprovechando el poco tiempo para hacer ejercicio,… Él se sentó, sacó de su bolsillo un pequeño pañuelo blanco, lo desdobló con mimo y se lo pasó por la frente. Respiraba entrecortadamente. “Descansa cariño, descansa” Dijo la mujer sonriendo agradecida. Una vez recuperado el aliento él sacó del zurrón que llevaba al cuello una bolsa de plástico dónde guardaba, cada día, unas manzanas que, cada día, recogía del manzano de su jardín para poder dárselas a su mujer. Sacó de su bolsillo su navaja y comenzó a partir con cuidado la desigual y colorada fruta. Partió un pequeño trozo y con cuidado se lo dio a su mujer, quién lo masticó despacio y con calma. Y así hasta acabar con uno de los frutos. “No puedo más, mañana más” Dijo ella. Entonces, se sentaron a contemplar el ir y venir de la gente hasta que el sol se sumergió en el mar dando fin a otro día. “¿Recuerdas cuando…?” Dijo ella a media voz, solo para que él pudiera oírla. “Ojalá pudiéramos volver a esos días… Revivirlos” terminó. Pero entonces él dijo “No lo necesito, porque lo vivido, vivido está, ahora toca vivir los días que nos quedan, tú desde esa endemoniada silla y yo cargando tu peso, ese peso que tantas veces he cargado al hacerte volar cogida en mis brazos”. La mujer no pudo contener las lágrimas en sus ojos. “Sé que eres feliz a pesar de todo, porque lo veo en tu tímida sonrisa, lo veo cada tarde cuando venimos aquí y contemplamos el mar los dos juntos, lo veo cuando vemos anochecer, cuando te pongo el sombrero, cuando me observas pelar las manzanas que te traigo de nuestro manzano, lo veo cuando de camino a la residencia me dices: Mañana vendrás, ¿no? Y yo te contesto: Por supuesto que sí”.




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