Antes mis manecillas rodaban en su eje, con respingos doce
veces. Pero cayó en un túnel y con la velocidad a la que rodaba mi reloj se
estrelló y veinte vértices crió. Con fuerza me golpearon y atravesaron
mi vida. Uno en la cordura se clavó, otro en la sonrisa, en la rodilla y en mi estómago uno bien fuerte.
Más no rodó y en mitad del camino parada me dejó. Las
manecillas maniatadas a duras penas podían palpitar. La pendiente era demasiado
empinada para llevar doce caras cuesta arriba. Por mucho que empujase ni mi
reloj rodaba, ni las manecillas caminaban. “Rodará de nuevo, no te preocupes” dijisteis. Pero parado en seco
de poco me podía servir.
El viento trajo consigo el cambio y las raquíticas
manecillas se tornaron ilegibles y comenzó la erosión. De pronto, uno, dos,
tres y así hasta doce. Doce caras, doce
nombres y los veinte vértices. Dodecaedro se tornó mi vida y así llegó el azar.
Con el fluir de la arena, a golpes con los muros mi dodecaedro continúa hoy por
hoy, a trompicones todos los días.
Cuando lanzo, dime, dime ¿tú a qué quieres jugar?
Un 16 de abril
2014
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