sábado, 28 de junio de 2014

28 de junio

Llevaba un tiempo sin escribir todo esto y aun arriesgándome a repetirme, aquí va. He estado ocupada, atragantada con ciertas cosas que no me han dejado centrarme. Pero, he vuelto después de casi un año y me he dado cuenta de que de nada sirve andarse con tonterías, aunque muchos como yo no las podamos evitar. Empecé a pasearme por las calles mirándolas con otros ojos y desde entonces creo que he aprendido ciertas cosas. De las calles, de mi. De las calles conmigo en definitiva y aunque sé que todavía me queda, por lo menos ya tengo por dónde empezar.

Me he topado con muchas personas y con muchas de sus ideas. He podido digerir palabras vacías y he podido también chocarme con palabras de hormigón y coherencia. Me he topado con miradas llenas de esperanza perdida y otras con un brillo más fuerte e inocente. He juzgado con demasiada fiereza también y creo que es por eso que hoy sentada en el asiento del autobús me he dado cuenta de que deberíamos empezar a entender el hecho de que todos somos libres de hacer lo que nos venga en gana. Me he atrevido a simplificarlo todo, ocurriéndoseme que ese puede estar siendo el mayor de los problemas, de nuestros problemas, de mis problemas.

Menos en el caso de las ecuaciones, siempre simplifico demasiado las cosas. Lo sé y sé que da demasiado margen al error y a la corrección sistemática, pero creo necesario empezar a creer que somos libres de actuar con respecto a nuestras convicciones, nuestras ideas y nuestros deseos, sean cuales sean. Sean del bando que sean, sean de la ideología que sean, todos sin excepción, deberíamos tener ese derecho reservado. Deberíamos empezar a creérnoslo cada uno, que empiece a resonar en nuestras cabezas como una canción y a latir con nuestro corazón. Esa sensación de libertad que junto al sentido común, que todos deberíamos tener, nos pertenece. Ser por fin libres de amar, de gritar y de callar pero sobretodo de vivir dignamente seamos como seamos, sintamos lo que sintamos y vivamos donde vivamos.

Pero todos somos unos grandes hijos de puta egoístas. Y lo que es peor, como yo ahora mismo, nos creemos capaces y con la autoridad de llenarnos la boca con juicios precipitados. Como es el caso, claramente. Todos en nuestras seseras tenemos codificada la libertad de manera errónea. Nos creemos libres al prejuicio. Creemos tener carta blanca para hablar de quien nos dé la gana, como nos dé la gana y para decir lo que nos dé la gana. A ser posible, claro está, para que se note y encima duela como si nos creyésemos, sin cuestionar, que tenemos muchas lecciones que dar a los demás. Esa es la libertad que todos vemos a través de nuestras macábramente deformadas retinas.

Me gustaría poder decir que con estas fantásticas gafas soy capaz de enfocarlo todo de una manera más cercana a la correcta, pero, creo que eso también sería un abuso de lo que considero mi libertad. Sigo viendo exactamente lo mismo que todos los demás aunque quizá la diferencia se encuentre en que yo me quedo mirando con cara de extrañeza.

No soy nadie. No, ni siquiera tengo ese lujo, solo soy una más. Puede que así lo quiera o puede que simplemente ya me resigne a no destacar. Pero, seguiré mirando con ojos de extrañeza con estos rayones y manchas de más, aunque muchos se me queden mirando de vuelta. Trataré de hacerlo en silencio, eso sí, porque sé que las palabras pueden ser al mismo tiempo la más mortífera de las armas y la forma de aprecio más sincera.


Brassaï, Concierge. Paris (1946)

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