miércoles, 2 de julio de 2014

Las gaviotas de madrugada

Estaba haciendo cosas normales, de personas normales, hasta que me enamoré por primera vez. Seguramente hasta entonces no había aprendido tanto de otra persona, ni siquiera de mis propios padres. Seguramente hasta entonces no me había sentido yo misma con ninguna otra persona. Con esa tranquilidad, esa libertad que sentía cuando estábamos sentados el uno frente al otro en la mesa de aquella minúscula cocina. Mientras, ni si quiera nos mirábamos, ni siquiera nos prestábamos atención, demasiado ocupados siguiendo la tinta de los libros. Pero, estábamos ahí, juntos y al final el uno para el otro. En invierno era todavía mejor cuando nuestros pies se cruzaban, a cada cual más frío, bajo la mesa, sobre las baldosas y entre las mantas. Es por eso seguro que me enamoré de él. Su serenidad y su propia paz, que tan bien me venían a mi con este cerebro caótico. 

Ahogada en este aire cargado con un olor a jazmín sintético y lavanda, mirando esa horrible pared fisurada estaba pensando en que no se me da bien nada, que no tengo ni tendré ningún talento del que presumir. Pero pensándolo mejor, recordando todo aquello y con el canto de esa rezagada gaviota he caído en la cuenta de que mi gran don es apreciar el arte de los demás. No menosprecio nada, ni el más pequeño de los detalles. Y esa es, para mi sorpresa, otra de las cosas que aprendí de él. Recuerdo cuando, en mitad de aquellos silencios, interrumpía a los intelectuales a los que acostumbraba a leer con críticas que, visto desde ahora, eran cuanto menos ridículas. Recuerdo como ensalzaba las frases más sencillas, lógicas y coherentes. Y no porque no entendiese el resto, sino porque ese era su modo de ver las cosas. Simple, llano, objetivo. 

Seguramente por eso me necesitaba. Necesitaba a alguien ignorante, como yo, que le demostrase que la vida no es solo eso, que las cosas se pueden mirar de mil maneras diferentes y que las cosas más simples también podían contener complejidad. Alguien iluso que le pintase de violeta los claveles, que le pintase de colores al fin y al cabo, la vida. Acabó aprendiéndolo al final, a cocinárselo él solo, como quien sistemáticamente aprende a atarse los cordones y probablemente por eso terminó todo. Creyó que decir "eres mi vida" era lo que debía decir. Qué egoísta fue, ¿no?

¿Cómo puedes atreverte a decirle a alguien que eras su vida? Todavía me pregunto de dónde sacó el valor. Sentí silencio. Un silencio como el que se da si toda una orquesta deja de tocar de repente, como cuando el barullo del metro se para de repente, como cuando se va la luz en un edificio de repente. Silencio. Y como si esa orquesta y ese metro me pasasen por encima y me arrollasen a continuación. Aplastándome el pecho contra el pavimento y paralizando mis pulmones momentáneamente. Momento que duró horrores hasta que encontré una respuesta que ya ni recuerdo.

No sabría decir por qué. Se supone que es algo precioso que toda persona quiere oír de esa persona a la que quiere. Pero cuando admiras mucho a una persona, tanto como yo le admiré, lo último que quieres oír es que eres su vida. Yo, es lo último que quiero. Significa, automáticamente, que todo lo que admiras en ella se alimenta de ti y créeme cuando te digo que cuando te quieres tan poco cuesta aceptarlo y no llevarlo de cabeza al rincón de las mentiras bonitas o al rincón de las crueldades. Sí, junto a esa frase: "tus ojos son preciosos cuando vas a romper a llorar", ahí acabaría. 

Ese silencio, esa respuesta, seguramente fueron el punto que definió lo que podría llamarse un final. El último de todos nuestros puntos juntos en esa escuchimizada cocina. El último de nuestros silencios, el más desgarrador de todos. Mira, eso también lo aprendí de él. Que hay silencios preciosos y silencios horripilantes y dolorosos. Recordé una canción, vagamente, que decía algo así como que: nos dejamos de querer cuando nos quisimos para siempre. Muy vagamente más bien. La recordé porque la entendí. Entendí esa frase, esa rima, esa... verdad.

Pero entonces él te encontró a ti y no sabes cuánto lo agradezco. Sé que él no te lo ha dicho y no te lo va a decir, por eso te lo digo ahora yo. No quise generalizar cuando dije muchas cosas y creí que era demasiado tarde, pero... Tú eres ella y tú has de ser ella. La ella correcta, la ella que le corresponde y la ella que le ayuda a pintar. La ella que no soy yo y que le quiere sin pensar. Y hoy te doy las gracias, porque al hacerle feliz a él, aun con esta conexión tan débil que nos queda, has conseguido hacerme feliz a mi. Ya sabes, no le des muchas vueltas, dale un beso de mi parte y no le digas que sigo sola, él no quiere saberlo.



Anónima - Whidbey Art Gallery (ByN)

01 de julio 2014

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