sábado, 14 de junio de 2014

Verano

Ella tenía dos gatos y muchas manías. Tenía, normalmente, dos dedos de frente y un solo nombre, Virginia. Quien la acompañaba manías tenía el doble y eso a ella le dolía. Que si el gato se meaba, que si el gato le estorbaba.

El sol les gustaba a los dos por las mañanas cuando se sentaban en esa oxidada y mal cuidada terraza. Ella intentaba mantener a sus flores que menos que vivas, y él los azulejos verdes limpiaba. A veces desayunaban café con tostadas. Otras veces ella compraba pastel de chocolate. No eran buenos cocineros y eran los mejores clientes del restaurante de comida asiática de su calle.

Solían reírse. Sobretodo los días en los que ella se ponía ese vestido. Ese vestido sobre el que discutían, que si era burdeos o color vino. Cómo se reían. Él solía decir que no había nada más bonito que sus labios besando el cuello de una botella de cristal o bailando con Blondie y ella decía que no había nada más bonito que oírle hablar de sus pasiones y leer poemas. Incluso llegó a decir que no había nada más bonito que verla gritando por cabezota a algún amigo intransigente. 

Ella tenía los pies feos y un callo en el dedo meñique de la mano derecha. De tanto escribir, decía. Había acabado su carrera de antropología hacía algo más de tres años y todavía sentía amor por la materia. Él, por otro lado, ni rastro de ampolla, era fotógrafo para una revista digital de actualidad independiente. Fardaba de ello constantemente, pero ella ya sabia que no le era un trabajo tan encantador. 

No recordaban el día que se conocieron ni el día que se besaron por primera vez, al parecer había pasado ya mucho tiempo desde entonces. Ahora, él todavía guardaba ese paquete de pañuelos y ella todavía tenía esa bufanda. Sí que discutían, de cuando en cuando, tratando de recordar quién pagó la entrada de cine ese día o ese otro o quién tuvo la horrible idea de invitar. 

Había días en los que ella llegaba de la universidad y solo querían sentarse y hablar. Hablar como si no se conocieran, como si tuvieran todavía infinitas cosas que contarse semidesnudos en esa helada cocina de madrugada. Como si no fuesen a tener sueño o a estar cansados nunca más, como si no les hiciese falta nada más que palabras. Discutían sobre cuál habría sido realmente la tonalidad de pelo de la vecina de enfrente antes de ser cano y desde luego de cosas aun más serias. Como cual sería la raza del perro que acababa de ladrar en la lejanía.

En verano barrían pelos de gato con piel quemada. En verano no debían salir a la terraza. En verano ella empezó a hincharse. Porque a veces él camuflaba sus ganas hablando de la sexualidad de las gatas, de sus descendientes. Pero, los dos sabían, en esa cocina, en esa cama bajo la luz de la bombilla desnuda, qué era lo que él deseaba. Así que ella ese verano se hinchó, aunque no le hacía mucha gracia, aunque tuvo que dejar de comer de esa asquerosa comida asiática. Ella se hinchó. 

En primavera eran una más y aunque habían olvidado muchas cosas no olvidarían ese verano. Ese verano que ahora sería sempiterno sentados en esa terraza. Vieron mar, vieron montaña, vieron millones de cosas más allá de esa terraza. Vieron crecer a una pioja, sus rizos cobrizos y sus pequeñas manos. Y aun sentían casi cada noche mirando a la luna que mil cosas se tenían que contar. 


V de verano y de veintiuno, casualmente. V que en números romanos representa el número de exámenes que me quedan. Verano que este año empezó a llamar a mi puerta en abril pero que esta vez no llegará hasta julio. Julios, voltios. V de noches en vela que me quedan hasta que todo esto acabe y hasta que empiece mi supuesto estupendo verano.

Hormonas y chicles de menta, hoy no hay más.

Un 14 de junio 
2014

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