Era febrero y como cada febrero adoraba que lloviese. Volvía a casa, con mi
paraguas moteado abierto. Me gusta oír la lluvia golpear,
ver las gotas caer por las varillas. Me gusta no poder mirar la cara de los
viandantes, sentirme aún más protegida a la exposición, tener una excusa para
poder, efectivamente, caminar mientras miro al suelo, a sus zapatos. Me gusta
ver mis pies, me gusta mirar las baldosas, como se convierten en una especie de
caleidoscopio o cuadro abstracto de formas geométricas imposibles e inexactas.
A veces, inconscientemente, camino más deprisa de lo normal, como si la lluvia
quisiese marcarme el paso, mientras pienso en las gotas caer, en la tensión
superficial en los fluidos o en que desconozco cuál es la medida que se utiliza
para expresar la cantidad de agua en una nube. Aquella tarde recordé la nube de
Marte, y pensé en lo marciana que me sentía al mismo tiempo. Al no dedicarme a
pensar en la humedad de mi pelo a la hora de sacar o no un paraguas de casa
sino en lo mucho que odio caminar a ciegas con las gafas empapadas. De pequeña
recuerdo que me gustaba porque si me concentraba podía incluso ver a través de
las gotas, las caras deformadas de los demás (no estoy totalmente segura de que
realmente lo consiguiese o si no era simplemente mi imaginación que todavía no
se había dejado corroer). Corrosión, en las varillas del paraguas. Semáforo en
rojo. Como odio los semáforos en rojo. Y más cuando llueve, cuando no puedes
meter ambas manos en los bolsillos. Cuando tengo que mirar hacia arriba de
nuevo y encontrarme con las miradas perdidas de los de la acera de enfrente. A
veces me imagino en lo que deben de estar pensando. Les observo y pienso: esa
mujer lleva una bolsa de supermercado, yo odio ir al supermercado probablemente
ella también lo odie; ese idiota pinchándole las caderas a lo que parece ser su
novia creyéndose muy gracioso, la novia con su cara de hastío, si estuviese en
su lugar desearía más que otra cosa que el semáforo metamorfosease; ese hombre
con el bastón, observando los números proyectados por las pequeñas bombillas
rojas, murmurando algo entre dientes; un niño con un móvil que ya nunca aprenderá
a mirar a la gente a la cara en un semáforo, levanta la cabeza desinteresadamente.
Verde. Mis pasos rápidos llegaban ya a casa, me estaba ahogando, nunca he sido
consciente de mi aguante cuando camino y es algo que siempre pienso, parecerá
que troto hacia algún destino de interés cuando realmente solo estoy siguiendo
el ritmo de una batería (o no) con los pies, me ahogo. Pero no paro, nunca sé
aminorar el paso. Mi hermano dice que parece que doy zancadas cuando camino,
que doy pasos muy largos y es posible. A veces si me siento expuesta trato de
dar pasos más cortos. Me crucé con el hombre que siempre está en la puerta de
ese supermercado, “pechona” tuerzo los morros le miro con cara de asco y trato
de murmurar un gracias con el tono más sarcástico que consigo reunir. No entiendo
por qué me vengo arriba, quizá es porque creo estar en mi derecho y una sensación
de superioridad se apodera de mi que nada tiene que ver con la tremenda torpeza
y desesperación que me inunda cuando río más escandalosamente de lo considerado
normal o cuando estornudo en mitad de una clase como si mi nariz fuese una
trompa. Ridícula comparación. Camino a casa, falta la última esquina, metí las
manos en los bolsillos, llaves a la izquierda, guantes a la derecha. Llavero en
el dedo corazón, llaves entre los dedos, (por qué no usaré la mano derecha),
cascos fuera, pasos por detrás, vale son en la acera de enfrente, llaves con
cuidado en el cerrojo. Paraguas a la ducha, zapatos en la puerta, hola cama.
Cómo te he echado de menos refugio, así como ahora echo de menos una sonrisa
sincera, un buenas noches o una buena torta en la cara por imbécil sin remedio.
Me vais a perdonar,
hoy no existen los párrafos.
Todo ha venido así sin más
es viernes.
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